La republicanización de la justicia 

Publicado en LA LEY 2013-E , 109 por Adrián R. Tellas



Comentario al fallo de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional, Sala VII
“R.C., L” del 23/11/2012

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1. El caso
Una persona, víctima de lesiones leves en el marco de un aparente cuadro de violencia doméstica, instó inicialmente la acción penal en sede policial pero, al día siguiente –cuando todavía no se había practicado diligencia alguna en sede judicial-, se presentó ante el juez y exteriorizó su intención de “dejar sin efecto la denuncia, y que se termine la causa”.
Los doctores Juan Esteban Cicciaro y Gustavo A. Bruzzone, que conformaron la mayoría de opiniones en el pronunciamiento, entendieron –en lo que aquí interesa- que la acción penal había sido debidamente instada y que, desde entonces, la víctima había perdido toda facultad de modificar “la suerte del proceso, en tanto en los delitos dependientes de instancia privada, aunque condicionado el inicio al acto de la instancia del agraviado, [luego] se verifican las características de la acción pública, que responde a los principios de legalidad procesal, indivisibilidad e irretractabilidad”. En disidencia, el doctor Mauro A. Divito interpretó que aquél inmediato cambio de criterio de la víctima, con antelación a cualquier intervención judicial, sumado a la renuencia a entrevistarse con el equipo interdisciplinario de la Oficina de Violencia Doméstica y la omisión de concurrir a la División Medicina Legal para comprobar sus lesiones, le restaba entidad a cualquier manifestación positiva anterior, de modo que no podía interpretarse que la acción estaba formalmente instada.

2. Una aclaración sobre la importancia de la violencia doméstica y la solución del caso
Se sabe que la acción penal para reprimir el delito de lesiones leves, sea doloso o culposo, nace recién cuando la persona ofendida lo denuncia, o cuando inicia querella a ese respecto (art. 72 del Código Penal). Sin embargo, corresponde formar causa oficiosamente cuando mediaren razones de seguridad o interés público (inciso 2º del mencionado artículo).
Los conceptos “seguridad pública” e “interés público” no son fácilmente asequibles, y tampoco es fácil advertir si la violencia doméstica es tributaria de ese cauce público. Se trata, como se sabe, de un flagelo que, pese a ocurrir en el ámbito de la privacidad doméstica -y quizás por la desprotección que eso conlleva-, ha motivado una fuerte intervención estatal allí donde, en otros tiempos, se privilegiaba la resolución intrafamiliar del conflicto.
Aunque no es el objeto del presente trabajo, siguiendo el hilo de lo que venimos desarrollando podría discutirse si las lesiones leves ocurridas en el marco de una situación de violencia doméstica son de aquellas que habilitan el ejercicio público de la acción penal. Sin embargo, justamente por las razones que sí motivan el presente comentario al fallo, entiendo que quizás sea prudente analizar cada caso en particular, para que la acción penal, y la eventual sanción que así se procura, no terminen por significar una indebida intromisión del Estado en la vida privada de las personas. De algún modo, también la naturaleza de la acción penal en los delitos contra la libertad sexual responde a algo bastante similar, aunque hoy día puedan considerarse anacrónicas las razones que en su momento justificaron proteger la honorabilidad de la persona mancillada.
Las aclaraciones sobre la influencia de la violencia doméstica en el ejercicio de la acción penal tienen, en realidad, la intención de aportar otra óptica para comprender la solución que los jueces dieron al caso. Pues desde esa perspectiva parecen perfectamente atendibles tanto la posición mayoritaria como la disidente. Aunque esta última está orientada por un elogiable criterio pragmático que se pudo advertir también en el voto del mismo camarista Mauro Divito en el precedente “Palmisano, Martín”[1], otro caso en que al damnificado se le dieron los formularios para presentarse al examen médico-legista, pero que sin embargo no compareció en tiempo útil a ese control pericial. Si tenemos en cuenta que las lesiones leves, por sus características, sanan en corto lapso de tiempo, la pasividad de la víctima en aquél sentido es pauta suficiente de la pérdida de todo interés en llevar adelante una acción penal.

3. La acción penal y el rol de la víctima
Sin perjuicio de las circunstancias particulares, y de su necesario análisis por el tribunal de la causa, hay una razón más profunda que debería informar la solución que merecen en general todos los casos.  Tiene que ver con el rol que se le asigna a la víctima en el proceso. Desde toda óptica se trata de un tema inagotable, aunque con mucha bibliografía[2]. Por el momento intentaré circunscribir el análisis inicial a la exégesis de algunas pautas que contienen el Código Penal y la Constitución Nacional.

3.1. La acción penal en el ordenamiento legal argentino
El modo en que se regula la acción penal en los artículos 71 y siguientes del Código Penal, es obra de quien indudablemente debe considerarse padre de la codificación penal argentina: Rodolfo Rivarola[3]. Hasta que él intervino, al menos en materia de derecho represivo, se consideraba un tema atinente al derecho procesal penal. Y por eso hoy día se insiste en que no se trata de materia delegada al poder central sino de aquella reservada constitucionalmente por las provincias.[4]
Autor de la parte general del proyecto que sirvió de base al que luego presentó con más suerte Moreno (h), Rodolfo Rivarola estaba convencido de que correspondían al Código Penal las reglas sobre el ejercicio de las acciones. Y no era por el énfasis con que en su hora defendió la organización política unitaria[5], sino por lo que consideraba una correcta interpretación del texto del artículo 67, inc. 11, de la Constitución Nacional de 1853-1860 (luego de la reforma del año 1994, artículo 75, inc. 12). Según él, la distinción entre leyes de fondo y leyes de forma, que llevó a muchos a abroquelarse en la posición de que las primeras correspondían a la Nación y las otras a las provincias, se derivaba del error de adoptar como paradigma el método de enseñanza fijado por Carlos Tejedor para su cátedra de derecho penal de la universidad nacional[6], cuando ese método había sido pensado antes de la incorporación de la Provincia de Buenos Aires a la Confederación: “Reincorporado el Estado de Buenos Aires á la Nación Argentina, y revisada la Constitución en 1860, continuó hablándose de Leyes de forma y leyes de fondo, y los profesores de derecho de la Facultad de Buenos Aires, y por su influencia los tribunales, atribuyeron á la Constitución una separación de poderes legislativos que ella no expresa ni contiene, y dijeron que las leyes de fondo son atributivas del Congreso, y las de forma atributivas de los  poderes legislativos provinciales. No hay tal división en la Constitución, que ha reservado todos los poderes de legislación común al Congreso, y ha dejado á las provincias la única atribución de aplicar esas leyes, ó sea dictar las necesarias para organizar la justicia y el procedimiento mediante el cual se cumpla lo dispuesto en los códigos. Quien dude de esta conclusión vuelva á leer el artículo 67 inciso 11”.[7]   
Le asiste razón, porque, como Rivarola explicaba, Dalmacio Vélez Sarsfield pareció interpretar lo mismo si se tiene en cuenta que “en todo el Código civil están determinadas para cada materia las acciones correspondientes y las reglas de su ejercicio. Tiene que ser así porque en lógica jurídica, la acción es inseparable del derecho... No se comprende cual sería el derecho que no estuviera amparado por una acción ó medio de hacerlo valer en justicia”[8].
Incluso el mismo Carlos Tejedor[9], aunque no había previsto un capítulo dedicado al ejercicio de la acción penal, sí establecía algunas excepciones, por ejemplo, en el caso de las injurias y calumnias[10]. Y aunque se trate de una excepción, señalaba con acierto Rivarola que no es posible sostener que la Constitución permita al Congreso legislar sobre excepciones pero no sobre la regla general en materia de ejercicio de la acción penal[11].
La exégesis que de aquella previsión constitucional efectuó Rivarola no era aislada. El propio Decreto del 19 de diciembre de 1904, firmado por el Presidente Quintana y refrendado por Joaquín V. González, con el que se encomendó lo que termina siendo el Proyecto de 1906, contenía pautas muy concretas al respecto: “...hay necesidad evidente de dar la mayor estabilidad y unidad posibles a las múltiples leyes que rigen en la República sobre penalidad y su procedimiento, por las graves perturbaciones que de tal multiplicidad resultan para la buena administración de justicia ... [L]a diferencia de formas procesales y de garantías a que se halla sujeta la administración de justicia en las distintas provincias... si bien se hallan contenidas en la forma de gobierno federal establecida por la Constitución, esta misma tuvo ya en vista la necesidad de uniformar las reglas del procedimiento y las instituciones judiciarias, en cuanto y en la medida que fuera posible, como una tendencia hacia la ulterior unificación de todas por consenso de las mismas Provincias y del Congreso (C.N. art. 67, inc. 11; art. 107); y con esto manifestaron los autores de la Constitución, una vez más, el alto espíritu de previsión que es la característica de sus preceptos, sin que tales elementos parciales de centralización importasen debilitar en lo más mínimo el vínculo federativo interprovincial, desde que, como ha ocurrido en otras naciones de federalismo más absoluto, como en Suiza y en Alemania, se ha ido uniformando diversos ramos de la legislación diferencial, inspirados en los mismos anhelos de progreso público y consolidación nacional del presente Decreto; siendo de notar que ya, al discutirse la cláusula 11ª del art. 64 de la Constitución Argentina de 1853 (art. 67 actual) se hizo presente que la diversidad de legislación era un verdadero ‘laberinto’ que debía oponer graves obstáculos al propósito de afianzar la justicia que la Constitución manifestaba en su preámbulo (Actas del Cong. Gen. Const. 1853, Edic. 1898, pág. 342)”.[12]

 3.2. La posibilidad de renunciar o conciliar la acción penal pública        
Del modo en que quedó regulada la materia en los arts. 71 y siguiente del Código Penal, queda claro que, como regla, deberán iniciarse de oficio las acciones penales (art. 71 CP) que no dependan de la instancia del particular damnificado (art. 72) ni que hayan quedado confiadas exclusivamente a las víctimas (art. 73). Aunque el Código Penal nada dice, con la reforma constitucional del año 1994 quedó claro que “quien tiene por función promover la actuación de la Justicia” es el “Ministerio Público” (art. 120).
En cuanto a la renuncia a su ejercicio, el Código Penal sólo la establece para los delitos de acción privada (art. 59 inc. 4º), aunque no beneficia al imputado si existen otros agraviados (art. 60 CP). De allí parece extraerse que la regla general (de la que los delitos de acción privada son la excepción) es que la acción penal pública es irrenunciable. El artículo 5 del Código Procesal Penal de la Nación consagra expresamente esta regla. Sin embargo, existe hoy día otra excepción si se tiene en cuenta que el art. 76 bis del Código Penal consagra un instituto, el de la suspensión del juicio a prueba, que no sólo contempla la posibilidad de suspender el ejercicio de la acción penal[13] sino asimismo el de extinguirlo (art. 76 ter, Código Penal). Y, para la admisibilidad de la probation en caso de delitos reprimidos en abstracto con penas superiores a los tres años, la opinión favorable del fiscal es uno de los requisitos vinculantes (art. 76, inc. 4, CP). Es decir que aquello de la oficialidad como característica de la acción pública, que implica la irrevocabilidad de su ejercicio, no tiene demasiado asidero en el derecho vigente. Y tampoco lo tenía en el diseño original del proyecto que dio lugar a la sanción del Código Penal de 1921.
En primer lugar, la sencilla razón de que existan los delitos de acción privada da cuenta de que aquello del monopolio de la persecución penal en manos del Estado no es regla en nuestro esquema legal[14]. Esto existió en el Proyecto Tejedor y en los que lo sucedieron.
Pero en el caso del Proyecto de 1906, existía en su artículo 81 la posibilidad de que cualquier ciudadano instara la acción penal en caso de delitos contra la libertad política. Y, he aquí lo interesante, disponía que “Iniciada una acción por un ciudadano, el representante del Ministerio Fiscal deberá intervenir en el proceso, desde el principio hasta la terminación, y no podrá desistir de la querella, aunque desistiere el acusador particular”[15]. Es decir, que se establecía como excepción, sólo para los delitos contra la libertad política, la acción popular renunciable y la imposibilidad de renuncia del fiscal al ejercicio de esa acción penal. Si esa era la excepción, la regla, entonces, es que aún la acción pública (aquella en la que el propio codificador sólo estableció su inicio oficioso), podía perfectamente renunciarse por parte del fiscal.
La cuestión es cuándo o en qué casos puede renunciarse el ejercicio de la acción penal pública por parte del fiscal. Y la respuesta, fuera del caso ya analizado previsto por la ley vigente (art. 76 bis, CP), tiene que buscarse en la Constitución Nacional.

3.3. El sistema republicano y la acción penal  
Como se sabe, la Constitución Nacional adoptó el régimen republicano de gobierno. La definición moderna del término república se puede encontrar, con mayor o menor alcance, en cualquier manual de derecho político o constitucional. Sin embargo, el mejor modo de comprender su significación es contraponiéndolo al de monarquía: “El concepto de república es sustancialmente negativo, un concepto, pues, que sólo cabe definir por exclusión. República es, en efecto, toda forma de gobierno que no sea la monárquica”[16]. Y por eso se entiende que, mientras en el ancien régime la soberanía radicaba en el monarca, que sólo por gracia concedía derechos a los súbditos, en la república, tal como lo declara nuestra propia Constitución, la soberanía es patrimonio del pueblo (art. 33 CN) y, por lógica consecuencia, quien es elegido para ejercer un cargo público no es dueño de lo que administra. Esto último es reafirmado por la consagración conjunta del sistema representativo, pues ambos conceptos -aunque diferentes- tienen base en el reconocimiento de la soberanía popular.
Para graficar lo que venimos diciendo, es común el ejemplo de que el Poder Ejecutivo no puede disponer a su libre arbitrio de los fondos que conforman las arcas públicas. Porque a diferencia de la antigua monarquía, los impuestos ya no se conciben como un canon para gozar del beneplácito y la protección del reino. Lo propio ocurre cuando el Poder Legislativo se encarga de sancionar la ley de presupuesto. Todo debe hacerse bajo la idea de que se está administrando la cosa pública (sistema republicano de gobierno); sea quien sea el elegido para ocupar esos cargos, y sin importar qué franja de la población es convocada a elecciones ni tampoco el caudal de votos obtenidos (sistema representativo).
En ese cometido, la Constitución Nacional es clara en cuanto a que los ciudadanos no pueden intervenir personalmente en la administración ni en la sanción de las leyes, cuando particularmente dispone que “El pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes” (art. 22). Sin embargo, no existe previsión similar respecto de la función de juzgar, sino todo lo contrario. En materia penal, que es el tema que nos convoca, las tres remisiones al juicio por jurados (arts. 24, 75 inc. 12, y 118 CN) parecen dejar en claro que radica en el pueblo la soberanía de definir el conflicto penal. Y, si recordamos aquello de que “Ningún habitante de la Nación será... privado de lo que ella no prohibe”, es imposible sostener que en el diseño constitucional se haya vedado el derecho del ciudadano a intervenir como acusador; pues, el artículo 19, como lo tiene dicho la Corte Suprema de Justicia de la Nación, consigna una norma general destinada a impedir que los funcionarios restrinjan arbitrariamente los derechos de las personas[17]. Ni siquiera el actual art. 120 CN contiene una restricción en ese sentido; pues, como vimos, no sólo no establece el monopolio de la acción penal sino que tampoco la ley lo tolera, toda vez que la sanción penal para algunos delitos sólo puede perseguirse por quien resultó particularmente ofendido e incluso por sus parientes (art. 73 CP).
Va de suyo que ese fue el espíritu del constituyente original, si se tiene en cuenta que los términos de la disposición del artículo 1° de la Constitución Nacional, es decir cuando se reconoce que la Nación Argentina adopta para su gobierno la forma representativa republicana federal, “como lo observaba Sarmiento y lo ha repetido el doctor del Valle, no crea ni inventa una forma de gobierno; se limita a adoptar el régimen representativo, republicano, federal...”[18]. Y lo hizo, como es obvio reconocerlo, en la medida en que la representación había sido concebida por la ciudadanía al momento en que se dio su constitución. Y cabe recordar que, por entonces, y hasta muchos años después, el proceso penal admitía la acción popular; es decir, que la acción penal pública podía ejercerse por “cualquier vecino del pueblo”[19]. Es cierto que el común de la gente, y mucho más en aquella época, se abstenía de ejercer ese derecho. Pero es también claro que los derechos no se pierden por abandono, porque la propia naturaleza del principio republicano impide que los funcionarios ganen terreno frente a la desidia de los ciudadanos. Ni siquiera con el pretexto de que el Ministerio Fiscal representa a la sociedad. Pues, como lo sostuvieron los legítimos herederos del pensamiento de Mayo, “El fin de la sociedad es asegurar a los hombres el ejercicio de sus facultades; luego, ni la mayoría ni el pueblo pueden violar los derechos individuales inherentes a la naturaleza del hombre, porque son a un tiempo el vínculo, la condición y el fin de la sociedad. Y si los viola, el pacto queda roto. El derecho del hombre es anterior al derecho de la sociedad, dice Echeverría. El pueblo dicta la ley social y positiva con el objeto de afianzar y sancionar la ley primitiva, la ley natural del hombre. Por eso, al entrar en sociedad, el hombre, lejos de renunciar una parte de su libertad y sus derechos, se ha reunido a los demás con el fin de asegurarlos y extenderlos. Conclusión: la soberanía del pueblo es ilimitada en cuanto respeta el derecho del hombre”.[20]
Lo que expusimos precedentemente nos llevó en su hora a contradecir a quienes sostenían que el derecho a querellar no está reconocido constitucionalmente[21], pues para que así sea no se requiere una expresa mención en la Carta Magna, sino simplemente el reconocimiento de determinados otros derechos a los que consecuentemente se les acuerde tutela judicial efectiva. Si la represión del delito está reconocida constitucionalmente (arts. 18 y 75, inc. 12), y la opinión común de los doctores, cuya importancia fue reconocida por nuestra Corte, sustenta la noción de que el derecho penal protege bienes jurídicos, es entonces derivación lógica que debe concedérsele al titular de esos bienes jurídicos (que en un sistema republicano es el pueblo y no el funcionario encargado de la labor judicial) una herramienta útil para hacer efectiva esa protección; pues, como sostuvo Francesco Carrara, “Siempre me ha parecido que uno de los más elocuentes criterios para juzgar el mayor o menor grado de libertad civil que los rectores de los pueblos dejan a los ciudadanos, es el que se deduce de la mayor o menor facultad que tengan los particulares para ejercer la acción que debe promoverse contra los culpables de algún delito... [L]a autoridad social... es tiránica cuando en algún caso le niega al individuo la facultad de perseguir,  inclusive de manera legal, las ofensas inferidas a su propio derecho; y es tiránica, porque despoja al derecho primitivo de su contenido necesario, es decir, de la potestad de defenderse”.[22]
El propio Carrara ya alertaba incluso sobre una cuestión que venimos señalando: hay una verdadera y efectiva restricción al derecho cuando no se le concede a todos por igual la manera con que el orden social quiere que sea reemplazada la venganza privada[23]. Pues mientras por delitos menores, como lo son aquellos enumerados en el art. 73 CP, el ejercicio de la herramienta útil para defender el derecho se confía al particular damnificado, frente a aquellos delitos que lesionan los más valiosos bienes jurídicos, se expropia al damnificado su conflicto (art. 71 CP), que sin embargo se le admite resolver, de propia mano, sin intervención judicial previa, en los casos que se justifican por mediar legítima defensa o un especial estado de necesidad (art. 34 CP).
En ese interregno conformado por los delitos de acción pública que no admiten la defensa por propia mano, el Estado, por intermedio de sus fiscales y jueces, parece comportarse como si estuviese administrando una cosa del rey, sosteniendo que el querellante no tiene nada que hacer ni que pedir. La realidad republicana proscribe esa concepción pues, si nada tiene que defender ni pedir el ciudadano, entonces nada tiene que  hacer la autoridad.
Como primer corolario, entonces, queda claro que las formas representativas y republicanas no se cumplen sólo con la elección directa o indirecta de los jueces y fiscales -lo que de cualquier modo tiene que ocurrir-, sino privilegiando las formas de democracia directa que no están limitadas en la Constitución Nacional. Es decir: permitiendo que los ciudadanos actúen en el juicio penal como acusadores o como jurados.
Y eso no termina allí. Porque la intervención de la víctima en el conflicto penal no puede limitarse a permitir su intervención como querellante, sino que, además, hay que admitir que pueda apartarse de ese rol cuando el conflicto ya fue resuelto por otra vía más adecuada, como puede ser el acuerdo respecto de los daños provocados por el delito, siempre que no subsista otro interés superior que justifique la prosecución del trámite de la causa con impulso del fiscal.
Decimos esto último porque, está claro, no en todos los delitos puede sostenerse que una solución extrapenal del conflicto elimine cualquier otro interés social en perseguir la imposición de una pena al culpable. Después de todo, aún cuando cada delito se refiere a un determinado bien jurídico, que sirve para acotar la tipicidad y para clasificarlo, nunca se descarta la afectación a otros[24], que tanto pueden ser bienes jurídicos individuales como colectivos, no siendo desacertado concluir que la mayoría de los delitos afectan la tranquilidad pública u otro de los intereses con que el Código Penal nucleó los delitos de su Parte Segunda.
Es decir, que no pretendemos eliminar la figura del fiscal, como acusador público, ni subordinar en todos los casos su rol al que decida tener la víctima; pero tampoco supeditar el rol de la víctima a la decisión que asuma el fiscal, tanto al desestimar una denuncia como al acordar la suspensión del juicio a prueba. Después de todo, una visión republicana del rol que corresponde al Ministerio Público nunca puede estar vinculada con la apropiación de un derecho que, según nuestra exégesis constitucional, corresponde al ciudadano, sino, antes bien, a la necesidad -compatible con el principio de igualdad ante la ley- de amparar a aquellos ciudadanos que no cuentan con los medios suficientes para discernir o decidir el impulso de la acción penal por cuenta propia.

4. Las lesiones leves, el resarcimiento del daño y la renuncia a la acción penal[25]
Esta concepción del aparato judicial al servicio de los ciudadanos fue en gran medida lo que inspiró a Sebastián Soler -en sus proyectos de reforma- a incluir a las lesiones leves dentro de los delitos dependientes de instancia privada. En la exposición de motivos de su Proyecto de Código Penal, explicaba que “el fundamento [de la inclusión de otros delitos, diferentes a los de índole sexual, como de acción dependiente de instancia privada] radica en el gran predominio del interés privado... Podría acaso sostenerse que algunos de los delitos que aquí introducimos como se instancia privada podrían ser incluidos entre los de acción privada... [pero] no lo creemos prudente. En algunos de ellos es manifiesta la necesidad de un poder instructorio del que carece el particular. En las lesiones producidas en un accidente de tránsito, por ejemplo, no puede descartarse la necesidad de instrucción”.[26]
El mismo Soler en aquél proyecto, y luego la Comisión de reformas que integró aquél junto a Carlos Fontán Balestra y a Eduardo Aguirre Obarrio (ley 17.567), explican que, con la inclusión de las lesiones leves al catálogo de delitos dependientes de instancia privada, había operado un cambio significativo en la concepción que originalmente pareció adoptar el legislador de 1921 en torno a la razón de ser de ese tipo de requisito previo para que intervenga la justicia penal: “En esta materia se introduce un cambio que, aun siendo incidental, viene a alterar el fundamento de esta clase de acciones propio de la ley vigente, la cual, dada la clase de delitos a que se refiere, evidentemente atiende sólo a las inconveniencias del strepitus fori... Reviste importancia especial la inclusión de los delitos de lesiones leves dolosas y culposas... Creemos que ésta es la forma correcta de resolver los problemas prácticos derivados de la gran cantidad de esta clase de transgresiones... De todos modos es necesario que no existan razones de seguridad o interés públicos, como ocurrirá, por ejemplo, en el caso de conducción temeraria de vehículos, el de manifiesta impericia o cuando la víctima sea un representante de la autoridad”[27].
Si las razones que empleó el legislador para incluir a las lesiones leves dentro de ese catálogo de delitos tienen que ver con el predominante interés privado y la necesidad de resolver los problemas prácticos derivados de la gran cantidad de esta clase de transgresiones, no se explica por qué razón una vez instada la acción penal no puede el querellante detenerla con su sola decisión en tal sentido; pues, como lo explicamos, la acción penal no es de propiedad del Estado. Mucho más ajustada al principio republicano de gobierno es la idea, bien enunciada por Pessina, de que “las tradiciones históricas que consagraban la importancia de la querella del ofendido en algunos delitos de escasa gravedad, debían también ejercitar su eficacia y mantener en la moderna legislación algunas excepciones a la regla general de la independencia del ejercicio de la acción penal, con relación a la voluntad de los ofendidos. Por eso, las instituciones absurdas caen y se desprestigian con la acción del tiempo; pero aquellas otras que se fundan sobre principios racionales y justos deben ser conservadas y enlazadas con las innovaciones posteriores. La tradición histórica puso de relieve dos principales razones jurídicas para hacer el ejercicio de la acción penal excepcionalmente dependiente de la voluntad del ofendido. La primera de estas razones es que en los delitos leves contra el individuo, frente al principio de la inflexibilidad de la justicia penal surge el principio, jurídico también, de no perpetuar los odios entre particulares, que suelen ser causa de males mayores, mientras que, o el silencio del ofendido o su remisión pueden contribuir a restabler la concordia en los ánimos, mucho mejor que pudiera serlo la severidad de la punición. La segunda razón consiste en que hay delitos por los que los ofendidos, tratándose del honor de su persona o de su familia, pueden creerse más perjudicados que favorecidos con la persecución penal, lo cual haría justicia pública y pondría de manifiesto ante la sociedad el ultraje por aquellos sufrido, y por eso pueden tener un interés mayor en cubrir todo con el silencio, que no en obtener la punición y castigo del culpable. Así es que el principio jurídico del establecimiento de la paz, que evitando las enemistades particulares previene delitos mayores, y el otro principio igualmente jurídico de no aumentar con el juicio penal el sufrimiento de los que han sido ultrajados en su propio honor o en el de su familia, son fundamentos de justas excepciones al principio general de la ineficacia de la voluntad del ofendido en la punición del delito. Así... El ejercicio de la acción penal, aún en los casos de expresa excepción, queda siempre confiado al Ministerio público, pero no puede traducirse de potencia en acto sino en cuanto está excitado por la querella del particular; por eso, salvo algunos límites dentro de los cuales debe restringirse semejante dependencia de la acción penal, existen dos consecuencias jurídicas: una, que no se puede proceder en aquellos casos, cuando falta la querella de la parte ofendida; otra, que si después de esta querella la acción pública se ha puesto en movimiento para estos delitos, la remisión debe ser eficaz hasta quitar todo fundamento de subsistencia al ejercicio de la acción penal”.[28]     
No es sencillo discernir, como lo dijimos al comienzo, si en el caso de las lesiones dentro del ámbito de la violencia doméstica puede admitirse este tipo de remedio. Pero al igual que con los argumentos que se usan para negar la figura del querellante, en torno a que actúan orientados por la pasión o que son propensos a proceder maliciosamente con finalidad de obtener rédito económico, es oportuno transcribir la siguiente reflexión de Oderigo: “...basados en nuestra experiencia judicial, pensamos que vale más buscar la compensación de esos elementos espurios por obra de los órganos oficiales (juez, ministerio fiscal), que vedar el acceso de los particulares al proceso penal, pues el interés del resarcimiento y la pasión misma suelen ser importantes factores en la investigación de la verdad”.[29]

    




[1] CNCrimyCorrec, Sala VII, 30/06/2010, Doctrina Judicial Online, AR/JUR/33701/2010.
[2] Un compendio imprescindible se encuentra en AAVV, “De los delitos y de las víctimas”, Ad-Hoc, 1992, que contiene una traducción del célebre trabajo de Nils Christie, “Los conflictos como pertenencia”.
[3] La incorporación de un Título específicamente dedicado al ejercicio de las acciones penales, se advierte por primera vez en el Proyecto elaborado por Rodolfo Rivarola, Norberto Piñero y José Nicolás Matienzo (“Proyecto de Código Penal Para la República Argentina. Redactado en cumplimiento del Decreto de 7 de junio de 1890 y precedido de una Exposición de Motivos”, 2ª edición, Buenos Aires, Taller Tipográfico de la Penitenciaría Nacional”, 1898, págs. 118-120 y arts. 87 a 94). Luego aparece de nuevo con el Proyecto de 1906, en el que también intervino Rodolfo Rivarola junto con Francisco Beazley, Diego Saavedra, Cornelio Moyano Gacitúa, Norberto Piñero y José María Ramos Mejía, que, con algunas modificaciones y nuevo impulso de Rodolfo Moreno (h), terminó sancionándose en 1921  (todos los proyectos mencionados, y el trámite legislativo en el que se hicieron también otras modificaciones, se puede consultar en “La reforma penal en el Senado”, Buenos Aires, Publicación oficial, Talleres Gráficos Argentinos de L. J. Rosso y Cía, 1919, págs. 114, 115, 207 y 244 a 246).
[4] Eleonora A. Devoto, “Mediación Penal”, DJ 2003-1, 783. Un trabajo muy interesante sobre estos aspectos es también el de Ricardo J. Klass, “La obligatoriedad de la persecución penal”, LL 2004-D, 1479. Con motivo de la incorporación del instituto de la mediación penal en el ámbito de la Justicia de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, es atinente la lectura del trabajo publicado por Mariano R. La Rosa en LL 2009-C, 88 (“El derecho a la resolución alternativa del conflicto”).
[5] Su concepción respecto de lo que consideraba el adecuado modo de organización política de la Argentina puede consultarse en su libro “Del régimen federativo al unitario”, Buenos Aires, Peuser, 1908. Como señaló tiempo después Alfredo L. Palacios, las apreciaciones contenidas en ese libro fueron luego atenuadas por Rivarola en otra obra publicada veinte años después, donde estudió la Constitución bajo la óptica de la teoría aristotélica del justo medio (“Discursos pronunciados en el acto de inauguración de los cursos de 1958 y de homenaje al Dr. Rodolfo Rivarola en el centenario de su nacimiento”, U.N.de La Plata, 1958, págs. 23-24). A nuestro juicio, en cualquiera de las exposiciones de Rivarola el unitarismo está bastante alejado del concepto y del temor que habitualmente se tienen de él. En esa concepción aristotélica, Rivarola entendía incluso que la propia Constitución, aún expresamente federalista, tenía rasgos unitarios: “Si la Constitución unitaria se caracteriza por la existencia de un solo Estado preexistente, en un mismo territorio... la Constitución argentina de hoy día es unitaria. Ella expresa la unidad del Estado Nacional, y la supremacía de su legislación, con la cual organiza no sólo la sociedad política sino también, por códigos con autoridad ‘suprema’, la sociedad civil; circunstancia esta última que no existe en las federaciones... El doctor Matienzo ha definido bien la posición de la Constitución actual argentina, diciendo de ella que es la que más se aproxima a la forma unitaria, con excepción de la de Canadá” (R. Rivarola, “La Constitución Argentina y sus principios de ética política”, Editorial Argentina de Ciencias Políticas, Buenos Aires, 1928, págs. 47-48). Nótese la referencia a los códigos nacionales y el concepto que también tenía Matienzo. Después de todo, el propio Juan B. Alberdi parecía sostener la misma idea cuando, para responder a Sarmiento, sostuvo: “Para disolver la unidad o integridad nacional de la República Argentina, bastaría aplicarle al pie de la letra la Constitución de los Estados Unidos, convirtiendo en Estados a las que son y fueron provincias de un solo Estado” (“Estudios sobre la Constitución argentina de 1853”, en “Obras Selectas”, Tomo X, Librería “La Facultad”, Buenos Aires, 1920, pág. 335).
[6] Puede corroborarse la estructura de exposición de la materia en: Carlos Tejedor, “Curso de Derecho Criminal”, Buenos Aires, Librería Joly, 1871, que constaba de una “Primera Parte: Leyes de Fondo” y de una “Segunda Parte: Leyes de Forma”. Esta última parte, comenzaba justamente con la “Naturaleza y objeto de la acción criminal” (pág. 15)
[7] Rodolfo Rivarola, “Derecho Penal Argentino. Parte General”, Madrid, Hijos de Reus, 1910, pág. 578.
[8] Ob. cit., nota anterior.
[9] Cuyo Proyecto, con algunas modificaciones, fue Código Penal de la República por Ley nº 1920 del 7 de diciembre de 1886.
[10] “Proyecto de Código Penal para la República Argentina trabajado por encargo del gobierno nacional por el Doctor Don Carlos Tejedor”, Parte Segunda, Buenos Aires, Imprenta del Comercio de Plata, 1867, págs. 385 a 387.
[11] Rivarola, “Derecho Penal Argentino...”, citado, pág. 579. En realidad, aunque no había regla alguna en la parte general del Proyecto Tejedor, contrariamente la parte especial reconocía subrepticiamente una regla general sobre el ejercicio de la acción penal, cuando definía las calumnias como “la falsa imputación de un delito que tenga obligación de acusar el Ministerio Público.... Y no es válido pensar que el tipo penal quedaba abierto a la regulación que las Provincias hicieran del ejercicio de la acción penal, justamente porque el fin buscado con la unificación de la legislación penal era impedir que las Provincias legislen en esa materia.
[12] “La reforma penal...”, cit., págs. 173-5. Las referencias al art. 67 de la Constitución Nacional, obviamente deben trasladarse al actual 75.
[13] Esta regla no surge expresa, pero se infiere claramente del tenor del art. 76 ter, segundo párrafo, y de todo el sentido del instituto, que justamente consiste en suspender el juicio o proceso.
[14] Esteban Righi, “Derecho Penal. Parte General”, LexisNexis, 2007, pág. 477.
[15] “La reforma penal...”, cit., pág. 246. Tiene su antecedente en el Proyecto redactado por Norberto Piñero, Rodolfo Rivarola y José Nicolás Matienzo, en cumplimiento del Decreto  del 7/6/1890, Taller Tipográfico de la Penitenciaría Nacional, 2da. Edición, 1898, pág. 320. En este último proyecto, la regla se encontraba en el art. 87, último párrafo, que remitía, como antecedente, a la Ley de elecciones nacionales del 16 de octubre de 1877. La Ley de Elecciones Nacionales, n° 8871, que regía a la época de sanción de nuestro actual Código Penal, también disponía algo similar, aunque más restringido, en sus artículos 90 y 91, inc. 5°: “Todas las faltas y delitos electorales podrán ser acusados por cualquier elector, con tal que pertenezcan al mismo distrito electoral...” y “El procedimiento de las causas electorales continuará aunque el querellante desista...” (ver en, “Leyes Penales Comentadas”, por Juan Manuel Mediano, bajo la dirección de Luis Jiménez de Asúa y José Peco, Losada, 1946, págs. 2062-2063).
[16] Ignacio Creco, en Enciclopedia Jurídica Omeba, Buenos Aires, Bibliográfica Omeba, 1967, tomo XXIV, pág. 742.
[17] Fallos 132:389.
[18] “Lecciones de Derecho Constitucional. Notas tomadas de las conferencias del doctor M.A. Montes de Oca por Alcides V. Calandrelli”, tomo I, Buenos Aires, Tipo-Litografía “La Buenos Aires”, 1917, pág. 73.
[19] Ley 1, Tit. 1, part. 7ma., ver “Diccionario Razonado de Legislación y Jurisprudencia”, Don Joaquín Escriche, corregida sobre el derecho americano por Juan B. Guim, Madrid, 1880, págs. 49 y 84. Ver también la referencia en “Proyecto de Código de Procedimientos en Materia Penal para los Tribunales Nacionales de la República Argentina redactado por el Doctor D. Mannuel Obarrio”, Buenos Aires, Imprenta de LA NACION, 1882, pág. XII.
[20] Alfredo L. Palacios, “Estevan Echeverría. Albacea del Pensamiento de Mayo”, Buenos Aires, Claridad, 1951, Pág. 584.
[21] “La desestimación de la denuncia propiciada por el fiscal y el rol de querellante”, en LA LEY 2010-B, 1236. En contra, Miguel A. Almeyra, “Tratado Jurisprudencial y Doctrinario. Derecho Procesal Penal”, tomo I, Buenos Aires, LA LEY, 2012, pág. 252.
[22] “Programa de derecho criminal”, Parte General, volumen II, Temis, Bogotá, 1957, § 861, págs. 318 a 322.
[23] Id. nota anterior.
[24] Alfredo J. Molinario y Eduardo Aguirre Obarrio, “Los Deliltos”, Buenos Aires, Tea, 1996, pág. 39.
[25] Un análisis más detenido del tema en “La acción penal dependiente de instancia privada en las lesiones leves culposas y el art. 1097 del Código Civil”, LA LEY 2010-A, 718.
[26] Sebastián Soler, “Proyecto de Código Penal enviado por el Poder Ejecutivo al Honorable Cngreso de la Nación, el 10 de noviembre de 1960”, Buenos Aires, Imprenta del Congreso de la Nación, 1961, pág. 43. También, en la edición que contiene ...las modificaciones propuestas en la Encuesta organizada por la Comisión de Legislación Penal y aceptadas por el autor del anteproyecto, Dr. Sebastián Sole, así como las introducidas por el mismo”, que bajo el mismo título anterior se imprimió en los Talleres Gráficos de la Dirección Nacional de Institutos Penales, Ministerio de Educación y Justicia, en el año 1966, pág. 65.
[27] Exposición de Motivos de la ley 17.567, Boletín Oficial de la República Argentina del 12 de enero de 1968, Año LXXVI, número 21.353, pág. 9.
[28] Enrique Pessina, “Elementos de Derecho Penal”, traducción del italiano por Hilarión González del Castillo, Segunda Edición anotada por Eugenio Cuello Calón, Madrid, Hijos de Reus editores, 1913, págs. 631-2.
[29] Mario A. Oderigo, “Derecho Procesal Penal”, tomo I, 2ª edición actualizada, Buenos Aires, Depalma, 1973, pág. 230, nota 214.