La republicanización de la justicia
Publicado en LA LEY 2013-E , 109 por Adrián R. Tellas
Comentario al fallo de la Cámara Nacional de
Apelaciones en lo Criminal y Correccional, Sala VII
“R.C., L” del
23/11/2012
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1. El caso
Una persona, víctima de lesiones
leves en el marco de un aparente cuadro de violencia doméstica, instó
inicialmente la acción penal en sede policial pero, al día siguiente –cuando
todavía no se había practicado diligencia alguna en sede judicial-, se presentó
ante el juez y exteriorizó su intención de “dejar
sin efecto la denuncia, y que se termine la causa”.
Los doctores Juan Esteban
Cicciaro y Gustavo A. Bruzzone, que conformaron la mayoría de opiniones en el
pronunciamiento, entendieron –en lo que aquí interesa- que la acción penal
había sido debidamente instada y que, desde entonces, la víctima había perdido
toda facultad de modificar “la suerte del
proceso, en tanto en los delitos dependientes de instancia privada, aunque
condicionado el inicio al acto de la instancia del agraviado, [luego] se verifican las características de la
acción pública, que responde a los principios de legalidad procesal,
indivisibilidad e irretractabilidad”. En disidencia, el doctor Mauro A.
Divito interpretó que aquél inmediato cambio de criterio de la víctima, con
antelación a cualquier intervención judicial, sumado a la renuencia a
entrevistarse con el equipo interdisciplinario de la Oficina de Violencia
Doméstica y la omisión de concurrir a la División Medicina Legal para comprobar
sus lesiones, le restaba entidad a cualquier manifestación positiva anterior,
de modo que no podía interpretarse que la acción estaba formalmente instada.
2. Una aclaración sobre la importancia de la violencia doméstica y la
solución del caso
Se sabe que la acción penal para
reprimir el delito de lesiones leves, sea doloso o culposo, nace recién cuando
la persona ofendida lo denuncia, o cuando inicia querella a ese respecto (art.
72 del Código Penal). Sin embargo, corresponde formar causa oficiosamente
cuando mediaren razones de seguridad o interés público (inciso 2º del
mencionado artículo).
Los conceptos “seguridad pública” e “interés público” no son fácilmente
asequibles, y tampoco es fácil advertir si la violencia doméstica es tributaria
de ese cauce público. Se trata, como se sabe, de un flagelo que, pese a ocurrir
en el ámbito de la privacidad doméstica -y quizás por la desprotección que eso
conlleva-, ha motivado una fuerte intervención estatal allí donde, en otros
tiempos, se privilegiaba la resolución intrafamiliar del conflicto.
Aunque no es el objeto del
presente trabajo, siguiendo el hilo de lo que venimos desarrollando podría
discutirse si las lesiones leves ocurridas en el marco de una situación de
violencia doméstica son de aquellas que habilitan el ejercicio público de la
acción penal. Sin embargo, justamente por las razones que sí motivan el
presente comentario al fallo, entiendo que quizás sea prudente analizar cada
caso en particular, para que la acción penal, y la eventual sanción que así se
procura, no terminen por significar una indebida intromisión del Estado en la
vida privada de las personas. De algún modo, también la naturaleza de la acción
penal en los delitos contra la libertad sexual responde a algo bastante
similar, aunque hoy día puedan considerarse anacrónicas las razones que en su
momento justificaron proteger la honorabilidad de la persona mancillada.
Las aclaraciones sobre la
influencia de la violencia doméstica en el ejercicio de la acción penal tienen,
en realidad, la intención de aportar otra óptica para comprender la solución
que los jueces dieron al caso. Pues desde esa perspectiva parecen perfectamente
atendibles tanto la posición mayoritaria como la disidente. Aunque esta última
está orientada por un elogiable criterio pragmático que se pudo advertir
también en el voto del mismo camarista Mauro Divito en el precedente
“Palmisano, Martín”[1],
otro caso en que al damnificado se le dieron los formularios para presentarse
al examen médico-legista, pero que sin embargo no compareció en tiempo útil a
ese control pericial. Si tenemos en cuenta que las lesiones leves, por sus
características, sanan en corto lapso de tiempo, la pasividad de la víctima en
aquél sentido es pauta suficiente de la pérdida de todo interés en llevar
adelante una acción penal.
3. La acción penal y el rol de la víctima
Sin perjuicio de las
circunstancias particulares, y de su necesario análisis por el tribunal de la
causa, hay una razón más profunda que debería informar la solución que merecen
en general todos los casos. Tiene que
ver con el rol que se le asigna a la víctima en el proceso. Desde toda óptica
se trata de un tema inagotable, aunque con mucha bibliografía[2]. Por el momento intentaré
circunscribir el análisis inicial a la exégesis de algunas pautas que contienen
el Código Penal y la Constitución Nacional.
3.1. La acción penal en el ordenamiento legal argentino
El modo en que se regula la
acción penal en los artículos 71 y siguientes del Código Penal, es obra de
quien indudablemente debe considerarse padre de la codificación penal
argentina: Rodolfo Rivarola[3]. Hasta que él intervino,
al menos en materia de derecho represivo, se consideraba un tema atinente al
derecho procesal penal. Y por eso hoy día se insiste en que no se trata de
materia delegada al poder central sino de aquella reservada constitucionalmente
por las provincias.[4]
Autor de la parte general del
proyecto que sirvió de base al que luego presentó con más suerte Moreno (h),
Rodolfo Rivarola estaba convencido de que correspondían al Código Penal las
reglas sobre el ejercicio de las acciones. Y no era por el énfasis con que en
su hora defendió la organización política unitaria[5], sino por lo que
consideraba una correcta interpretación del texto del artículo 67, inc. 11, de
la Constitución Nacional de 1853-1860 (luego de la reforma del año 1994,
artículo 75, inc. 12). Según él, la distinción entre leyes de fondo y leyes de forma, que llevó a muchos a abroquelarse en la posición de que las
primeras correspondían a la Nación y las otras a las provincias, se derivaba
del error de adoptar como paradigma el método de enseñanza fijado por Carlos
Tejedor para su cátedra de derecho penal de la universidad nacional[6], cuando ese método había
sido pensado antes de la incorporación de la Provincia de Buenos Aires a la
Confederación: “Reincorporado el Estado
de Buenos Aires á la Nación Argentina, y revisada la Constitución en 1860,
continuó hablándose de Leyes de forma y leyes de fondo, y los profesores de derecho de la Facultad
de Buenos Aires, y por su influencia los tribunales, atribuyeron á la Constitución
una separación de poderes legislativos que ella no expresa ni contiene, y
dijeron que las leyes de fondo son
atributivas del Congreso, y las de forma atributivas de los poderes
legislativos provinciales. No hay tal
división en la Constitución, que ha reservado todos los poderes de legislación
común al Congreso, y ha dejado á las provincias la única atribución de aplicar esas
leyes, ó sea dictar las necesarias para organizar la justicia y el
procedimiento mediante el cual se cumpla lo dispuesto en los códigos. Quien dude de esta conclusión vuelva á leer
el artículo 67 inciso 11”.[7]
Le asiste razón, porque, como Rivarola explicaba,
Dalmacio Vélez Sarsfield pareció interpretar lo mismo si se tiene en cuenta que
“en todo el Código civil están
determinadas para cada materia las acciones correspondientes y las reglas de su
ejercicio. Tiene que ser así porque en lógica jurídica, la acción es
inseparable del derecho... No se comprende cual sería el derecho que no
estuviera amparado por una acción ó medio de hacerlo valer en justicia”[8].
Incluso el mismo Carlos Tejedor[9], aunque no había previsto
un capítulo dedicado al ejercicio de la acción penal, sí establecía algunas excepciones, por ejemplo, en el caso de
las injurias y calumnias[10]. Y aunque se trate de una
excepción, señalaba con acierto Rivarola que no es posible sostener que la
Constitución permita al Congreso legislar sobre excepciones pero no sobre la
regla general en materia de ejercicio de la acción penal[11].
La exégesis que de aquella
previsión constitucional efectuó Rivarola no era aislada. El propio Decreto del
19 de diciembre de 1904, firmado por el Presidente Quintana y refrendado por
Joaquín V. González, con el que se encomendó lo que termina siendo el Proyecto
de 1906, contenía pautas muy concretas al respecto: “...hay necesidad evidente de dar la mayor estabilidad y unidad
posibles a las múltiples leyes que rigen en la República sobre penalidad y su procedimiento, por las graves
perturbaciones que de tal multiplicidad resultan para la buena administración
de justicia ... [L]a diferencia de
formas procesales y de garantías a que se halla sujeta la administración de
justicia en las distintas provincias... si bien se hallan contenidas en la
forma de gobierno federal establecida por la
Constitución, esta misma tuvo ya en
vista la necesidad de uniformar las reglas del procedimiento y las
instituciones judiciarias, en cuanto y en la medida que fuera posible, como una
tendencia hacia la ulterior unificación de todas por consenso de las mismas
Provincias y del Congreso (C.N. art. 67, inc. 11; art. 107); y con esto
manifestaron los autores de la Constitución, una vez más, el alto espíritu de
previsión que es la característica de sus preceptos, sin que tales elementos
parciales de centralización importasen debilitar en lo más mínimo el vínculo
federativo interprovincial, desde que, como ha ocurrido en otras naciones de
federalismo más absoluto, como en Suiza y en Alemania, se ha ido uniformando
diversos ramos de la legislación diferencial, inspirados en los mismos anhelos
de progreso público y consolidación nacional del presente Decreto; siendo de
notar que ya, al discutirse la cláusula
11ª del art. 64 de la Constitución Argentina de 1853 (art. 67 actual) se hizo
presente que la diversidad de legislación era un verdadero ‘laberinto’ que
debía oponer graves obstáculos al propósito de afianzar la justicia que la
Constitución manifestaba en su preámbulo (Actas del Cong. Gen. Const. 1853,
Edic. 1898, pág. 342)”.[12]
3.2. La
posibilidad de renunciar o conciliar la acción penal pública
Del modo en que quedó regulada la
materia en los arts. 71 y siguiente del Código Penal, queda claro que, como
regla, deberán iniciarse de oficio
las acciones penales (art. 71 CP) que no dependan de la instancia del
particular damnificado (art. 72) ni que hayan quedado confiadas exclusivamente
a las víctimas (art. 73). Aunque el Código Penal nada dice, con la reforma
constitucional del año 1994 quedó claro que “quien
tiene por función promover la actuación de la Justicia” es el “Ministerio Público” (art. 120).
En cuanto a la renuncia a su
ejercicio, el Código Penal sólo la establece para los delitos de acción privada
(art. 59 inc. 4º), aunque no beneficia al imputado si existen otros agraviados
(art. 60 CP). De allí parece extraerse que la regla general (de la que los
delitos de acción privada son la excepción) es que la acción penal pública es
irrenunciable. El artículo 5 del Código Procesal Penal de la Nación consagra
expresamente esta regla. Sin embargo, existe hoy día otra excepción si se tiene
en cuenta que el art. 76 bis del Código Penal consagra un instituto, el de la
suspensión del juicio a prueba, que no sólo contempla la posibilidad de
suspender el ejercicio de la acción penal[13] sino asimismo el de
extinguirlo (art. 76 ter, Código
Penal). Y, para la admisibilidad de
la probation en caso de delitos
reprimidos en abstracto con penas superiores a los tres años, la opinión
favorable del fiscal es uno de los requisitos vinculantes (art. 76, inc. 4,
CP). Es decir que aquello de la oficialidad
como característica de la acción pública, que implica la irrevocabilidad de su ejercicio, no
tiene demasiado asidero en el derecho vigente. Y tampoco lo tenía en el diseño
original del proyecto que dio lugar a la sanción del Código Penal de 1921.
En primer lugar, la sencilla
razón de que existan los delitos de acción privada da cuenta de que aquello del
monopolio de la persecución penal en manos del Estado no es regla en nuestro
esquema legal[14].
Esto existió en el Proyecto Tejedor y en los que lo sucedieron.
Pero en el caso del Proyecto de
1906, existía en su artículo 81 la posibilidad de que cualquier ciudadano
instara la acción penal en caso de delitos
contra la libertad política. Y, he aquí lo interesante, disponía que “Iniciada una acción por un ciudadano, el
representante del Ministerio Fiscal deberá intervenir en el proceso, desde el
principio hasta la terminación, y no podrá desistir de la querella, aunque
desistiere el acusador particular”[15]. Es decir, que se
establecía como excepción, sólo para los delitos contra la libertad política,
la acción popular renunciable y la imposibilidad de renuncia del fiscal al
ejercicio de esa acción penal. Si esa era la excepción, la regla, entonces, es
que aún la acción pública (aquella en la que el propio codificador sólo
estableció su inicio oficioso), podía
perfectamente renunciarse
por parte del fiscal.
La cuestión es cuándo o en qué
casos puede renunciarse el ejercicio de la acción penal pública por parte del
fiscal. Y la respuesta, fuera del caso ya analizado previsto por la ley vigente (art. 76 bis, CP),
tiene que buscarse en la Constitución Nacional.
3.3. El sistema republicano y la acción penal
Como se sabe, la Constitución
Nacional adoptó el régimen republicano
de gobierno. La definición moderna del término república se puede encontrar, con mayor o menor alcance, en
cualquier manual de derecho político o constitucional. Sin embargo, el mejor
modo de comprender su significación es contraponiéndolo al de monarquía: “El concepto de república es sustancialmente
negativo, un concepto, pues, que sólo cabe definir por exclusión. República es,
en efecto, toda forma de gobierno que no sea la monárquica”[16]. Y por eso se entiende
que, mientras en el ancien régime la
soberanía radicaba en el monarca, que sólo por gracia concedía derechos a los
súbditos, en la república, tal como lo declara nuestra propia Constitución, la
soberanía es patrimonio del pueblo (art. 33 CN) y, por lógica consecuencia,
quien es elegido para ejercer un cargo público no es dueño de lo que administra.
Esto último es reafirmado por la consagración conjunta del sistema
representativo, pues ambos conceptos -aunque diferentes- tienen base en el reconocimiento de la
soberanía popular.
Para graficar lo que venimos
diciendo, es común el ejemplo de que el Poder Ejecutivo no puede disponer a su
libre arbitrio de los fondos que conforman las arcas públicas. Porque a
diferencia de la antigua monarquía, los impuestos ya no se conciben como un
canon para gozar del beneplácito y la protección del reino. Lo propio ocurre
cuando el Poder Legislativo se encarga de sancionar la ley de presupuesto. Todo
debe hacerse bajo la idea de que se está administrando la cosa pública (sistema republicano de
gobierno); sea quien sea el elegido para ocupar esos cargos, y sin importar qué
franja de la población es convocada a elecciones ni tampoco el caudal de votos
obtenidos (sistema representativo).
En ese cometido, la Constitución
Nacional es clara en cuanto a que los ciudadanos no pueden intervenir
personalmente en la administración ni en la sanción de las leyes, cuando
particularmente dispone que “El pueblo no
delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes”
(art. 22). Sin embargo, no existe previsión similar respecto de la función de
juzgar, sino todo lo contrario. En materia penal, que es el tema que nos
convoca, las tres remisiones al juicio por jurados (arts. 24, 75 inc. 12, y 118
CN) parecen dejar en claro que radica en el pueblo la soberanía de definir el
conflicto penal. Y, si recordamos aquello de que “Ningún habitante de la Nación será... privado de lo que ella no
prohibe”, es imposible sostener que en el diseño constitucional se haya
vedado el derecho del ciudadano a intervenir como acusador; pues, el artículo 19, como lo tiene dicho
la Corte Suprema de Justicia de la Nación, consigna una norma general destinada
a impedir que los funcionarios restrinjan arbitrariamente los derechos de las
personas[17]. Ni siquiera el actual art. 120 CN
contiene una restricción en
ese sentido; pues, como vimos, no sólo no establece el monopolio de la
acción penal sino que tampoco la ley lo tolera, toda vez que la sanción penal
para algunos delitos sólo puede perseguirse por quien resultó particularmente ofendido e incluso por sus
parientes (art. 73 CP).
Va de suyo que ese fue el
espíritu del constituyente original, si se tiene en cuenta que los términos de
la disposición del artículo 1° de la Constitución Nacional, es decir cuando se
reconoce que la Nación Argentina adopta
para su gobierno la forma representativa republicana federal, “como lo observaba Sarmiento y lo ha
repetido el doctor del Valle, no crea ni inventa una forma de gobierno; se
limita a adoptar el régimen
representativo, republicano, federal...”[18]. Y
lo hizo, como es obvio reconocerlo, en la medida en que la representación había
sido concebida por la ciudadanía al momento en que se dio su constitución. Y
cabe recordar que, por entonces, y hasta muchos años después, el proceso penal
admitía la acción popular; es decir, que la acción penal pública podía
ejercerse por “cualquier vecino del
pueblo”[19]. Es cierto que el común de la gente, y
mucho más en aquella época, se abstenía de ejercer ese derecho. Pero es también
claro que los derechos no se pierden por abandono, porque la propia naturaleza
del principio republicano impide que los funcionarios ganen terreno frente a la
desidia de los ciudadanos. Ni siquiera con el pretexto de que el Ministerio
Fiscal representa a la sociedad. Pues, como lo sostuvieron los legítimos
herederos del pensamiento de Mayo, “El
fin de la sociedad es asegurar a los hombres el ejercicio de sus facultades;
luego, ni la mayoría ni el pueblo pueden violar los derechos individuales
inherentes a la naturaleza del hombre, porque son a un tiempo el vínculo, la
condición y el fin de la sociedad. Y si los viola, el pacto queda roto. El
derecho del hombre es anterior al derecho de la sociedad, dice Echeverría. El
pueblo dicta la ley social y positiva con el objeto de afianzar y sancionar la
ley primitiva, la ley natural del hombre. Por eso, al entrar en sociedad, el
hombre, lejos de renunciar una parte de su libertad y sus derechos, se ha
reunido a los demás con el fin de asegurarlos y extenderlos. Conclusión: la
soberanía del pueblo es ilimitada en cuanto respeta el derecho del hombre”.[20]
Lo que expusimos precedentemente
nos llevó en su hora a contradecir a quienes sostenían que el derecho a querellar no está
reconocido constitucionalmente[21], pues para que así sea no
se requiere una expresa mención en la Carta Magna, sino simplemente el
reconocimiento de determinados otros derechos a los que consecuentemente se les
acuerde tutela judicial efectiva. Si la represión del delito está reconocida
constitucionalmente (arts. 18 y 75, inc. 12), y la opinión común de los doctores, cuya importancia fue reconocida por nuestra Corte, sustenta la noción de que el
derecho penal protege
bienes jurídicos, es entonces derivación lógica que debe concedérsele al
titular de esos bienes jurídicos (que en un sistema republicano es el pueblo y
no el funcionario encargado de la labor judicial) una herramienta útil para hacer efectiva
esa protección; pues, como
sostuvo Francesco Carrara, “Siempre me ha
parecido que uno de los más elocuentes criterios para juzgar el mayor o menor
grado de libertad civil que los rectores de los pueblos dejan a los ciudadanos,
es el que se deduce de la mayor o menor facultad que tengan los particulares
para ejercer la acción que debe promoverse contra los culpables de algún
delito... [L]a autoridad social... es tiránica cuando en algún caso le niega al individuo la
facultad de perseguir, inclusive de
manera legal, las ofensas inferidas a su propio derecho; y es tiránica, porque
despoja al derecho primitivo de su contenido necesario, es decir, de la
potestad de defenderse”.[22]
El propio Carrara ya alertaba
incluso sobre una cuestión que venimos señalando: hay una verdadera y efectiva
restricción al derecho cuando no se le concede a todos por igual la manera con
que el orden social quiere que sea reemplazada la venganza privada[23]. Pues mientras por
delitos menores, como lo son aquellos enumerados en el art. 73 CP, el ejercicio
de la herramienta útil para defender el derecho se confía al particular
damnificado, frente a
aquellos delitos que lesionan los más valiosos bienes jurídicos, se
expropia al damnificado su conflicto (art. 71 CP), que sin embargo se le admite resolver,
de propia mano, sin
intervención judicial
previa, en los casos que
se justifican por
mediar legítima defensa o un especial estado de necesidad (art. 34 CP).
En ese interregno conformado por los delitos
de acción pública que no
admiten la defensa por propia mano, el Estado, por intermedio de sus
fiscales y jueces, parece comportarse como si estuviese administrando una cosa
del rey, sosteniendo que el querellante no tiene nada que hacer ni que pedir. La realidad
republicana proscribe
esa concepción pues, si nada tiene que defender ni pedir el ciudadano, entonces
nada tiene que hacer la autoridad.
Como primer corolario, entonces,
queda claro que las formas representativas y republicanas no se cumplen sólo
con la elección directa o indirecta de los jueces y fiscales -lo que de
cualquier modo tiene que ocurrir-, sino privilegiando las formas de democracia
directa que no están limitadas en la Constitución Nacional. Es decir:
permitiendo que los ciudadanos actúen en el juicio penal como acusadores o como jurados.
Y eso no termina allí. Porque la
intervención de la víctima en el conflicto penal no puede limitarse a permitir
su intervención como querellante, sino que, además, hay que admitir que pueda
apartarse de ese rol cuando el conflicto ya fue resuelto por otra vía más
adecuada, como puede ser el acuerdo respecto de los daños provocados por el
delito, siempre que no subsista otro interés superior que justifique la
prosecución del trámite de la causa con impulso del fiscal.
Decimos esto último porque, está
claro, no en todos los delitos puede sostenerse que una solución extrapenal del
conflicto elimine cualquier otro interés social en perseguir la imposición de
una pena al culpable. Después de todo, aún cuando cada delito se refiere a un
determinado bien jurídico, que sirve para acotar la tipicidad y para
clasificarlo, nunca se descarta la afectación a otros[24], que tanto pueden ser
bienes jurídicos individuales como colectivos, no siendo desacertado concluir
que la mayoría de los delitos afectan la tranquilidad pública u otro de los
intereses con que el Código Penal nucleó los delitos de su Parte Segunda.
Es decir, que no pretendemos
eliminar la figura del fiscal, como acusador público, ni subordinar en todos
los casos su rol al que decida tener la víctima; pero tampoco supeditar el rol
de la víctima a la decisión que asuma el fiscal, tanto al desestimar una
denuncia como al acordar la suspensión del juicio a prueba. Después de todo,
una visión republicana del rol que corresponde al Ministerio Público nunca
puede estar vinculada con la apropiación de un derecho que, según nuestra
exégesis constitucional, corresponde al ciudadano, sino, antes bien, a la
necesidad -compatible con el principio de igualdad ante la ley- de amparar a
aquellos ciudadanos que no cuentan con los medios suficientes para discernir o
decidir el impulso de la acción penal por cuenta propia.
4. Las lesiones leves, el resarcimiento del daño y la renuncia a la
acción penal[25]
Esta concepción del aparato
judicial al servicio de los ciudadanos fue en gran medida lo que inspiró a
Sebastián Soler -en sus proyectos de reforma- a incluir a las lesiones leves
dentro de los delitos dependientes de instancia privada. En la exposición de
motivos de su Proyecto de Código Penal, explicaba que “el fundamento [de la inclusión de otros delitos, diferentes a los
de índole sexual, como de acción dependiente de instancia privada] radica en el gran predominio del interés
privado... Podría acaso sostenerse que algunos de los delitos que aquí
introducimos como se instancia privada podrían ser incluidos entre los de
acción privada... [pero] no lo
creemos prudente. En algunos de ellos es manifiesta la necesidad de un poder
instructorio del que carece el particular. En las lesiones producidas en un
accidente de tránsito, por ejemplo, no puede descartarse la necesidad de
instrucción”.[26]
El mismo Soler en aquél proyecto,
y luego la Comisión de reformas que integró aquél junto a Carlos Fontán
Balestra y a Eduardo Aguirre Obarrio (ley 17.567), explican que, con la
inclusión de las lesiones leves al catálogo de delitos dependientes de
instancia privada, había operado un cambio significativo en la concepción que
originalmente pareció adoptar el legislador de 1921 en torno a la razón de ser
de ese tipo de requisito previo para que intervenga la justicia penal: “En esta materia se introduce un cambio que,
aun siendo incidental, viene a alterar el fundamento de esta clase de acciones
propio de la ley vigente, la cual, dada la clase de delitos a que se refiere,
evidentemente atiende sólo a las inconveniencias del strepitus fori... Reviste
importancia especial la inclusión de los delitos de lesiones leves dolosas y
culposas... Creemos que ésta es la forma correcta de resolver los problemas
prácticos derivados de la gran cantidad de esta clase de transgresiones... De
todos modos es necesario que no existan razones de seguridad o interés
públicos, como ocurrirá, por ejemplo, en el caso de conducción temeraria de
vehículos, el de manifiesta impericia o cuando la víctima sea un representante
de la autoridad”[27].
Si las razones que empleó el
legislador para incluir a las lesiones leves dentro de ese catálogo de delitos
tienen que ver con el predominante
interés privado y la necesidad de resolver
los problemas prácticos derivados de la gran cantidad de esta clase de
transgresiones, no se explica por qué razón una vez instada la acción penal
no puede el querellante detenerla con su sola decisión en tal sentido; pues,
como lo explicamos, la acción penal no es de propiedad del Estado. Mucho más
ajustada al principio republicano de gobierno es la idea, bien enunciada por
Pessina, de que “las tradiciones
históricas que consagraban la importancia de la querella del ofendido en
algunos delitos de escasa gravedad, debían también ejercitar su eficacia y
mantener en la moderna legislación algunas excepciones a la regla general de la
independencia del ejercicio de la acción penal, con relación a la voluntad de
los ofendidos. Por eso, las instituciones absurdas caen y se desprestigian con
la acción del tiempo; pero aquellas otras que se fundan sobre principios
racionales y justos deben ser conservadas y enlazadas con las innovaciones
posteriores. La tradición histórica puso de relieve dos principales razones jurídicas
para hacer el ejercicio de la acción penal excepcionalmente dependiente de la
voluntad del ofendido. La primera de estas razones es que en los delitos leves
contra el individuo, frente al principio de la inflexibilidad de la justicia
penal surge el principio, jurídico también, de no perpetuar los odios entre
particulares, que suelen ser causa de males mayores, mientras que, o el
silencio del ofendido o su remisión pueden contribuir a restabler la concordia
en los ánimos, mucho mejor que pudiera serlo la severidad de la punición. La
segunda razón consiste en que hay delitos por los que los ofendidos, tratándose
del honor de su persona o de su familia, pueden creerse más perjudicados que
favorecidos con la persecución penal, lo cual haría justicia pública y pondría
de manifiesto ante la sociedad el ultraje por aquellos sufrido, y por eso
pueden tener un interés mayor en cubrir todo con el silencio, que no en obtener
la punición y castigo del culpable. Así es que el principio jurídico del
establecimiento de la paz, que evitando las enemistades particulares previene
delitos mayores, y el otro principio igualmente jurídico de no aumentar con el
juicio penal el sufrimiento de los que han sido ultrajados en su propio honor o
en el de su familia, son fundamentos de justas excepciones al principio general
de la ineficacia de la voluntad del ofendido en la punición del delito. Así...
El ejercicio de la acción penal, aún en los casos de expresa excepción, queda
siempre confiado al Ministerio público, pero no puede traducirse de potencia en
acto sino en cuanto está excitado por la querella del particular; por eso,
salvo algunos límites dentro de los cuales debe restringirse semejante
dependencia de la acción penal, existen dos consecuencias jurídicas: una, que
no se puede proceder en aquellos casos, cuando falta la querella de la parte
ofendida; otra, que si después de esta querella la acción pública se ha puesto
en movimiento para estos delitos, la remisión debe ser eficaz hasta quitar todo
fundamento de subsistencia al ejercicio de la acción penal”.[28]
No es sencillo discernir, como lo
dijimos al comienzo, si en el caso de las lesiones dentro del ámbito de la
violencia doméstica puede admitirse este tipo de remedio. Pero al igual que con
los argumentos que se usan para negar la figura del querellante, en torno a que
actúan orientados por la pasión o que son propensos a proceder maliciosamente
con finalidad de obtener rédito económico, es oportuno transcribir la siguiente
reflexión de Oderigo: “...basados en
nuestra experiencia judicial, pensamos que vale más buscar la compensación de
esos elementos espurios por obra de los órganos oficiales (juez, ministerio
fiscal), que vedar el acceso de los particulares al proceso penal, pues el
interés del resarcimiento y la pasión misma suelen ser importantes factores en
la investigación de la verdad”.[29]
[1] CNCrimyCorrec, Sala VII,
30/06/2010, Doctrina Judicial Online, AR/JUR/33701/2010.
[2] Un compendio
imprescindible se encuentra en AAVV, “De los delitos y de las víctimas”,
Ad-Hoc, 1992, que contiene una traducción del célebre trabajo de Nils Christie,
“Los conflictos como pertenencia”.
[3] La incorporación de un
Título específicamente dedicado al ejercicio de las acciones penales, se
advierte por primera vez en el Proyecto elaborado por Rodolfo Rivarola,
Norberto Piñero y José Nicolás Matienzo (“Proyecto de Código Penal Para la
República Argentina. Redactado en cumplimiento del Decreto de 7 de junio de
1890 y precedido de una Exposición de Motivos”, 2ª edición, Buenos Aires,
Taller Tipográfico de la Penitenciaría Nacional”, 1898, págs. 118-120 y arts.
87 a 94). Luego aparece de nuevo con el Proyecto de 1906, en el que también
intervino Rodolfo Rivarola junto con Francisco Beazley, Diego Saavedra,
Cornelio Moyano Gacitúa, Norberto Piñero y José María Ramos Mejía, que, con
algunas modificaciones y nuevo impulso de Rodolfo Moreno (h), terminó
sancionándose en 1921 (todos los
proyectos mencionados, y el trámite legislativo en el que se hicieron también
otras modificaciones, se puede consultar en “La reforma penal en el Senado”,
Buenos Aires, Publicación oficial, Talleres Gráficos Argentinos de L. J. Rosso
y Cía, 1919, págs. 114, 115, 207 y 244 a 246).
[4] Eleonora A. Devoto,
“Mediación Penal”, DJ 2003-1, 783. Un
trabajo muy interesante sobre estos aspectos es también el de Ricardo J. Klass,
“La obligatoriedad de la persecución penal”, LL 2004-D, 1479. Con motivo de la
incorporación del instituto de la mediación penal en el ámbito de la Justicia
de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, es atinente la lectura del trabajo
publicado por Mariano R. La Rosa en LL 2009-C, 88 (“El derecho a la resolución
alternativa del conflicto”).
[5] Su concepción respecto de
lo que consideraba el adecuado modo de organización política de la Argentina
puede consultarse en su libro “Del régimen federativo al unitario”, Buenos
Aires, Peuser, 1908. Como señaló tiempo después Alfredo L. Palacios, las
apreciaciones contenidas en ese libro fueron luego atenuadas por Rivarola en
otra obra publicada veinte años después, donde estudió la Constitución bajo la
óptica de la teoría aristotélica del justo medio (“Discursos pronunciados en el
acto de inauguración de los cursos de 1958 y de homenaje al Dr. Rodolfo
Rivarola en el centenario de su nacimiento”, U.N.de La Plata, 1958, págs.
23-24). A nuestro juicio, en cualquiera de las exposiciones de Rivarola el
unitarismo está bastante alejado del concepto y del temor que habitualmente se
tienen de él. En esa concepción aristotélica, Rivarola entendía incluso que la
propia Constitución, aún expresamente federalista, tenía rasgos unitarios: “Si la Constitución unitaria se caracteriza
por la existencia de un solo Estado preexistente, en un mismo territorio... la
Constitución argentina de hoy día es unitaria. Ella expresa la unidad del
Estado Nacional, y la supremacía de su legislación, con la cual organiza no
sólo la sociedad política sino también, por códigos con autoridad ‘suprema’, la
sociedad civil; circunstancia esta última que no existe en las federaciones...
El doctor Matienzo ha definido bien la posición de la Constitución actual
argentina, diciendo de ella que es la que más se aproxima a la forma unitaria,
con excepción de la de Canadá” (R. Rivarola, “La Constitución Argentina y
sus principios de ética política”, Editorial Argentina de Ciencias Políticas,
Buenos Aires, 1928, págs. 47-48). Nótese la referencia a los códigos nacionales
y el concepto que también tenía Matienzo. Después de todo, el propio Juan B.
Alberdi parecía sostener la misma idea cuando, para responder a Sarmiento,
sostuvo: “Para disolver la unidad o
integridad nacional de la República Argentina, bastaría aplicarle al pie de la
letra la Constitución de los Estados Unidos, convirtiendo en Estados a las que
son y fueron provincias de un solo Estado” (“Estudios sobre la Constitución argentina de 1853”, en “Obras
Selectas”, Tomo X, Librería “La Facultad”, Buenos Aires, 1920, pág. 335).
[6] Puede corroborarse la
estructura de exposición de la materia en: Carlos Tejedor, “Curso de Derecho
Criminal”, Buenos Aires, Librería Joly, 1871, que constaba de una “Primera Parte: Leyes de Fondo” y de una
“Segunda Parte: Leyes de Forma”. Esta
última parte, comenzaba justamente con la “Naturaleza y objeto de la acción
criminal” (pág. 15)
[7] Rodolfo Rivarola, “Derecho
Penal Argentino. Parte General”, Madrid, Hijos de Reus, 1910, pág. 578.
[8] Ob. cit., nota anterior.
[9] Cuyo Proyecto, con algunas
modificaciones, fue Código Penal de la República por Ley nº 1920 del 7 de
diciembre de 1886.
[10] “Proyecto de Código Penal
para la República Argentina trabajado por encargo del gobierno nacional por el
Doctor Don Carlos Tejedor”, Parte Segunda, Buenos Aires, Imprenta del Comercio
de Plata, 1867, págs. 385 a 387.
[11] Rivarola, “Derecho Penal
Argentino...”, citado, pág. 579. En realidad, aunque no había regla alguna en
la parte general del Proyecto Tejedor, contrariamente la parte especial
reconocía subrepticiamente una regla general sobre el ejercicio de la acción
penal, cuando definía las calumnias como “la
falsa imputación de un delito que tenga
obligación de acusar el Ministerio Público...”. Y no es válido pensar
que el tipo penal quedaba abierto a
la regulación que las Provincias hicieran del ejercicio de la acción penal,
justamente porque el fin buscado con la unificación de la legislación penal era
impedir que las Provincias legislen en esa materia.
[12] “La reforma penal...”,
cit., págs. 173-5. Las referencias al art. 67 de la Constitución Nacional,
obviamente deben trasladarse al actual 75.
[13] Esta regla no surge
expresa, pero se infiere claramente del tenor del art. 76 ter, segundo párrafo,
y de todo el sentido del instituto, que justamente consiste en suspender el
juicio o proceso.
[14] Esteban Righi, “Derecho Penal. Parte General”,
LexisNexis, 2007, pág. 477.
[15] “La reforma penal...”, cit., pág. 246. Tiene su
antecedente en el Proyecto redactado por Norberto Piñero, Rodolfo Rivarola y
José Nicolás Matienzo, en cumplimiento del Decreto del 7/6/1890, Taller Tipográfico de la
Penitenciaría Nacional, 2da. Edición, 1898, pág. 320. En este último proyecto,
la regla se encontraba en el art. 87, último párrafo, que remitía, como
antecedente, a la Ley de elecciones nacionales del 16 de octubre de 1877. La
Ley de Elecciones Nacionales, n° 8871, que regía a la época de sanción de
nuestro actual Código Penal, también disponía algo similar, aunque más
restringido, en sus artículos 90 y 91, inc. 5°: “Todas las faltas y delitos electorales podrán ser acusados por
cualquier elector, con tal que pertenezcan al mismo distrito electoral...” y
“El procedimiento de las causas
electorales continuará aunque el querellante desista...” (ver en, “Leyes
Penales Comentadas”, por Juan Manuel Mediano, bajo la dirección de Luis Jiménez
de Asúa y José Peco, Losada, 1946, págs. 2062-2063).
[16] Ignacio Creco, en Enciclopedia Jurídica Omeba, Buenos Aires, Bibliográfica Omeba,
1967, tomo XXIV, pág. 742.
[17] Fallos 132:389.
[18] “Lecciones de Derecho Constitucional. Notas
tomadas de las conferencias del doctor M.A. Montes de Oca por Alcides V.
Calandrelli”, tomo I, Buenos Aires, Tipo-Litografía “La Buenos Aires”, 1917,
pág. 73.
[19] Ley 1, Tit. 1, part.
7ma., ver “Diccionario Razonado de Legislación y Jurisprudencia”, Don Joaquín
Escriche, corregida sobre el derecho americano por Juan B. Guim, Madrid, 1880,
págs. 49 y 84. Ver también la
referencia en “Proyecto de Código de Procedimientos en Materia Penal para los
Tribunales Nacionales de la República Argentina redactado por el Doctor D.
Mannuel Obarrio”, Buenos Aires, Imprenta de LA NACION, 1882, pág. XII.
[20] Alfredo L. Palacios,
“Estevan Echeverría. Albacea del Pensamiento de Mayo”, Buenos Aires, Claridad,
1951, Pág. 584.
[21] “La desestimación de la denuncia propiciada por
el fiscal y el rol de querellante”, en LA LEY 2010-B, 1236. En contra, Miguel
A. Almeyra, “Tratado Jurisprudencial y Doctrinario. Derecho Procesal Penal”,
tomo I, Buenos Aires, LA LEY, 2012, pág. 252.
[22] “Programa de derecho criminal”, Parte General,
volumen II, Temis, Bogotá, 1957, § 861, págs. 318 a 322.
[23] Id. nota anterior.
[24] Alfredo J. Molinario y Eduardo Aguirre Obarrio,
“Los Deliltos”, Buenos Aires, Tea, 1996, pág. 39.
[25] Un análisis más detenido
del tema en “La acción penal dependiente
de instancia privada en las lesiones leves culposas y el art. 1097 del Código
Civil”, LA LEY 2010-A, 718.
[26] Sebastián Soler,
“Proyecto de Código Penal enviado por el Poder Ejecutivo al Honorable Cngreso
de la Nación, el 10 de noviembre de 1960”, Buenos Aires, Imprenta del Congreso
de la Nación, 1961, pág. 43.
También, en la edición que contiene “...las modificaciones propuestas en la Encuesta
organizada por la Comisión de Legislación Penal y aceptadas por el autor del
anteproyecto, Dr. Sebastián Sole, así como las introducidas por el mismo”,
que bajo el mismo título anterior se imprimió en los Talleres Gráficos de la
Dirección Nacional de Institutos Penales, Ministerio de Educación y Justicia,
en el año 1966, pág. 65.
[27] Exposición de Motivos de
la ley 17.567, Boletín Oficial
de la República Argentina del 12 de enero de 1968, Año LXXVI, número 21.353,
pág. 9.
[28] Enrique Pessina,
“Elementos de Derecho Penal”, traducción del italiano por Hilarión González del
Castillo, Segunda Edición anotada por Eugenio Cuello Calón, Madrid, Hijos de
Reus editores, 1913, págs. 631-2.
[29] Mario A. Oderigo,
“Derecho Procesal Penal”, tomo I, 2ª edición actualizada, Buenos Aires,
Depalma, 1973, pág. 230, nota 214.